Esta reflexión no es mía, pero me hizo pensar tanto que me gustaría compartirla con ustedes.
Tiempo atrás leí algo muy similar a esto en un libro de Jack Deere, llamado “Surprised by the voice of God”, y recientemente lo escuché de un pastor invitado en mi iglesia, Alexander Venter, citando al fundador de las iglesias viñas John Wimber.
La idea, parafraseando y poniendo de mi cosecha, es que muchos de nosotros los cristianos nos deleitamos al escuchar un buen sermón, leer una buena reflexión y hasta escuchar una preciosa alabanza. Nos llenamos de agradecimiento al comprender la tremenda obra que hizo Cristo a nuestro favor en la cruz. Somos llenos de gozo al escuchar un sermón sobre la importancia de tener intimidad con Dios en oración… Pero luego todo queda ahí.
Hay excelentes sermones tras los cuales decimos “que gran trozo de filete hemos comido”, “he quedado satisfecho por tremenda enseñanza”, cuando en realidad no ha sido más que el menú, la carta.
¿Cuánto podemos deleitarnos sobre la posibilidad de tener intimidad con Dios Padre, por medio del Espíritu Santo, gracias a la obra que hizo Jesús, si no llegamos a poner en práctica esa posibilidad? ¿De qué nos sirve entender las bendiciones de pasar un buen tiempo de oración, si no pasamos ese buen tiempo de oración? ¿Cuánto beneficio podemos tener de la necesidad de compartir el evangelio hasta el fin del mundo, si no lo compartimos?
Tristemente muchas veces no pasamos del menú. El evangelio se debe vivir. La fe sin obras es muerta, dice Santiago. No nos sirve mucho entender la teología, comprender aún “los misterios de Dios” si no pasa de nuestra cabeza a nuestro corazón, y de nuestro corazón a la acción.
Ama a tu prójimo, alcanza a los perdidos, pasa tiempo a solas con Dios, deja que el Espíritu Santo obre en tu vida y te guíe, etc… No te quedes solo con el menú, ¡Sírvete esos ricos platos de gracia de Dios!